fuente: http://cerveteca-jab.blogspot.com/
Lejos de las fronteras de los reinos cristianos ibéricos, en el corazón de Europa, la Edad Media supuso un punto de inflexión en la historia para la evolución de la cerveza, llegando a ser una época dorada donde la producción de nuestra amada bebida comenzó a ser un negocio rentable.
Quienes mejor parados salieron en un comienzo fueron los monjes de los monasterios donde se comenzó a elaborar cerveza.
Frente a los productores privados ajenos a los monasterios, los frailes gozaban de una situación privilegiada ya que estaban exentos de pagar impuestos en la mayoría de las ocasiones, aparte de que la Iglesia como institución mantenía enormes propiedades, principalmente en forma de terrenos, que le permitía disponer de materias primas para la fabricación de la cerveza en cantidades en las que nadie podía competir.
Era la consecuencia de los vínculos entre nobleza (incluso realeza) y clero, donde los primeros querían comprar de alguna manera su entrada en el reino celestial de mano de regalos, donaciones y dádivas hacia la Iglesia. Esta situación de flagrante competencia desleal produjo una obvia diferenciación entre las cervezas producidas en abadías y conventos y las laicas, siendo las primeras más densas, sabrosas y de mejor calidad.
Curiosamente con una misma cosecha de cereales resultaba mucho más
productivo fabricar cerveza que destinarla a la fabricación de harina y
pan.
Este hecho influyó notablemente en el éxito que tuvo la cerveza como bebida durante el medievo, aparte de que sin duda era una bebida placentera, que lograba también alimentar el estómago aparte del espíritu y los sentidos, por lo que era incluida como parte del refrigerio y avituallamiento de los peregrinos que pedían alojamiento y comida en los monasterios.
Con estas premisas es fácil imaginar la enorme influencia que han ejercido los monasterios en la historia de la cerveza.
Como muestra de ello en el año 817, en la ciudad de Aquisgrán se celebró un concilio por orden de la autoridad de la Iglesia, donde se llegó a la conclusión de que era necesario reglamentar la producción, venta y consumo de cerveza.
A lo largo de la Edad Media, fueron los monasterios quienes mantuvieron e hicieron evolucionar la tradición cervecera, dando origen con el tiempo a las conocidas como cervezas de abadía, su principal legado que hoy mucho conocemos y seguimos disfrutando con infinidad de ejemplos, especialmente abundantes entre las cervezas belgas. Los monjes supieron mantener toda su sabiduría acumulada al respecto, en el más estricto secreto, consiguiendo preservar las recetas y los procesos aplicados durante la elaboración de su particular cerveza alcanzando notables avances, logrando mejorar tanto el aspecto de la cerveza como su sabor y aroma.
Hemos de tener en cuenta que el sabor de la cerveza en la Edad Media no era ni mucho menos el que conocemos ahora, entre otros motivos debido al uso de diferentes cereales malteables.
Aunque los principales cereales utilizados eran cebada y el trigo, como en la actualidad, la avena y el centeno resultaban también muy frecuentes. Pero al margen del cereal, existía un ingrediente especial añadido a la malta, y que fue introducido por los monasterios, y que era el responsable en gran parte del sabor de la cerveza del medievo: el gruit (grutum en latín). Hay existencia de documentos oficiales que atestiguan su utilización ya en el año 999. El gruit ha sido un ingrediente envuelto en multitud de misterios durante largo tiempo, pero gracias a los documentos conservados de varias ciudades medievales, se tiene constancia de que se trataba en realidad de una mezcla de una media docena de plantas silvestres de zonas pantanosas, desecadas, molidas y mezcladas a su vez con resina de pino.
El gruit hacía de conservante y aromatizante de la cerveza, y terminó siendo un ingrediente crucial en la elaboración de la cerveza medieval, llegando a generar toda una regulación respecto a la cantidad que se podía fabricar, el precio que debía tener y los impuestos asociados al producto. Algunas ciudades medievales obtuvieron un permiso especial mediante el cual podían comercializar el gruit abonando determinados impuestos al señor feudal de turno. La importancia de este ingrediente llegó a ser tal que los comerciantes de gruit eran los hombres más ricos de la ciudad.
Los monjes continuaron refinando el proceso de elaboración prácticamente hasta la perfección, y dentro de esta constante evolución pasaron de utilizar gruit a otro ingrediente de origen vegetal que revolucionó la cerveza desde el momento de su introducción en la elaboración de la misma. Muchos ya sabréis que me estoy refiriendo al lúpulo. Su uso fue institucionalizado por parte del clero debido a su sabor y sus valiosas propiedades como conservante. Su sabor amargo hacía a la cerveza más ligera e igualmente era útil para combatir levaduras silvestres, por lo que la cerveza se podía conservar mejor, incrementando las posibilidades de transporte y comercialización.
Como muestra del cambio del gruit por el lúpulo, en el año 1.079, la abadesa Hildegarde de St. Ruprechtsberg menciona el poder antibacteriano del lúpulo y apunta que la cerveza aromatizada con lúpulo se conserva mejor que la que no lo utiliza. Su obra contiene la mención escrita más antigua que existe de la utilización del lúpulo en la elaboración de la cerveza.
Los señores feudales intentaron de algún modo frenar el uso del lúpulo, para no perder los ingresos derivados de los impuestos sobre el gruit, pero las ciudades hanséaticas del norte de Alemania, que empezaron a elaborar cerveza utilizando lúpulo, eran tan poderosas comercialmente, que se incluso comenzaron a exportar esta cerveza a territorios más al sur.
El éxito de la nueva cerveza, más ligera y más limpia, gracias al uso del lúpulo hizo que desapareciera la utilización del gruit. La consecuencia lógica de ello fue la paralela desaparición del impuesto aplicado sobre el gruit, lo que llevó a la aparición de un nuevo impuesto especial en la producción de la cerveza. Como podemos comprobar los monjes marcaban la pauta en el terreno de la producción cervecera, primero con la introducción del gruit y después del lúpulo. Su peso en materia de elaboración ha ido perdiendo relevancia por lógica con el paso del tiempo, pero aún hoy en día permanece parte de su influencia.
Tal y como comentaba anteriormente su principal legado son las denominadas cervezas de abadía, y dentro de estas especialmente las trapenses.
La tradición de las excelentes cervezas belgas que muchos conocemos, no sería la misma de no ser por estas cervezas denominadas trapistas (si usamos el extranjerismo) o trapenses, que son aquellas elaboradas en los monasterios cistercienses de la orden de la trapa bajo unas excepcionales normas de calidad, que aumentan su acumulado prestigio gracias al hecho de que sólo reciben esta denominación seis cervezas belgas y una holandesa, cumpliendo con una serie de principios necesarios para la obtención del sello de producto trapista.
Afortunadamente hoy en día podemos seguir disfrutando de auténticas joyas como una Rochefort 10, o una Westmalle Tripel, o una Chimay Grand Reserve, o quizás una Orval, que esperemos que se sigan produciendo durante muchos años. Otros fabricantes de carácter laico, simplemente han comprado o reproducido o incluso mejorado las recetas de estas cervezas, dando lugar a algunas otras maravillas perpetuando las cervezas de abadía como un género (con sus variantes doble, triple, cuádruple) en sí mismo.
Como podemos comprobar, en todo momento la comunidad monástica ha tenido mucho que decir en el terreno de la elaboración cervecera y todos los que amamos la cerveza debemos mucho al trabajo de estos hombres que durante siglos han amado igualmente esta maravillosa bebida, haciendo posible que la cerveza haya ido alcanzando el status que mantiene hoy día. Salud!
Lejos de las fronteras de los reinos cristianos ibéricos, en el corazón de Europa, la Edad Media supuso un punto de inflexión en la historia para la evolución de la cerveza, llegando a ser una época dorada donde la producción de nuestra amada bebida comenzó a ser un negocio rentable.
Quienes mejor parados salieron en un comienzo fueron los monjes de los monasterios donde se comenzó a elaborar cerveza.
Frente a los productores privados ajenos a los monasterios, los frailes gozaban de una situación privilegiada ya que estaban exentos de pagar impuestos en la mayoría de las ocasiones, aparte de que la Iglesia como institución mantenía enormes propiedades, principalmente en forma de terrenos, que le permitía disponer de materias primas para la fabricación de la cerveza en cantidades en las que nadie podía competir.
Era la consecuencia de los vínculos entre nobleza (incluso realeza) y clero, donde los primeros querían comprar de alguna manera su entrada en el reino celestial de mano de regalos, donaciones y dádivas hacia la Iglesia. Esta situación de flagrante competencia desleal produjo una obvia diferenciación entre las cervezas producidas en abadías y conventos y las laicas, siendo las primeras más densas, sabrosas y de mejor calidad.
Este hecho influyó notablemente en el éxito que tuvo la cerveza como bebida durante el medievo, aparte de que sin duda era una bebida placentera, que lograba también alimentar el estómago aparte del espíritu y los sentidos, por lo que era incluida como parte del refrigerio y avituallamiento de los peregrinos que pedían alojamiento y comida en los monasterios.
Con estas premisas es fácil imaginar la enorme influencia que han ejercido los monasterios en la historia de la cerveza.
Como muestra de ello en el año 817, en la ciudad de Aquisgrán se celebró un concilio por orden de la autoridad de la Iglesia, donde se llegó a la conclusión de que era necesario reglamentar la producción, venta y consumo de cerveza.
A lo largo de la Edad Media, fueron los monasterios quienes mantuvieron e hicieron evolucionar la tradición cervecera, dando origen con el tiempo a las conocidas como cervezas de abadía, su principal legado que hoy mucho conocemos y seguimos disfrutando con infinidad de ejemplos, especialmente abundantes entre las cervezas belgas. Los monjes supieron mantener toda su sabiduría acumulada al respecto, en el más estricto secreto, consiguiendo preservar las recetas y los procesos aplicados durante la elaboración de su particular cerveza alcanzando notables avances, logrando mejorar tanto el aspecto de la cerveza como su sabor y aroma.
Hemos de tener en cuenta que el sabor de la cerveza en la Edad Media no era ni mucho menos el que conocemos ahora, entre otros motivos debido al uso de diferentes cereales malteables.
Aunque los principales cereales utilizados eran cebada y el trigo, como en la actualidad, la avena y el centeno resultaban también muy frecuentes. Pero al margen del cereal, existía un ingrediente especial añadido a la malta, y que fue introducido por los monasterios, y que era el responsable en gran parte del sabor de la cerveza del medievo: el gruit (grutum en latín). Hay existencia de documentos oficiales que atestiguan su utilización ya en el año 999. El gruit ha sido un ingrediente envuelto en multitud de misterios durante largo tiempo, pero gracias a los documentos conservados de varias ciudades medievales, se tiene constancia de que se trataba en realidad de una mezcla de una media docena de plantas silvestres de zonas pantanosas, desecadas, molidas y mezcladas a su vez con resina de pino.
El gruit hacía de conservante y aromatizante de la cerveza, y terminó siendo un ingrediente crucial en la elaboración de la cerveza medieval, llegando a generar toda una regulación respecto a la cantidad que se podía fabricar, el precio que debía tener y los impuestos asociados al producto. Algunas ciudades medievales obtuvieron un permiso especial mediante el cual podían comercializar el gruit abonando determinados impuestos al señor feudal de turno. La importancia de este ingrediente llegó a ser tal que los comerciantes de gruit eran los hombres más ricos de la ciudad.
Los monjes continuaron refinando el proceso de elaboración prácticamente hasta la perfección, y dentro de esta constante evolución pasaron de utilizar gruit a otro ingrediente de origen vegetal que revolucionó la cerveza desde el momento de su introducción en la elaboración de la misma. Muchos ya sabréis que me estoy refiriendo al lúpulo. Su uso fue institucionalizado por parte del clero debido a su sabor y sus valiosas propiedades como conservante. Su sabor amargo hacía a la cerveza más ligera e igualmente era útil para combatir levaduras silvestres, por lo que la cerveza se podía conservar mejor, incrementando las posibilidades de transporte y comercialización.
Como muestra del cambio del gruit por el lúpulo, en el año 1.079, la abadesa Hildegarde de St. Ruprechtsberg menciona el poder antibacteriano del lúpulo y apunta que la cerveza aromatizada con lúpulo se conserva mejor que la que no lo utiliza. Su obra contiene la mención escrita más antigua que existe de la utilización del lúpulo en la elaboración de la cerveza.
Los señores feudales intentaron de algún modo frenar el uso del lúpulo, para no perder los ingresos derivados de los impuestos sobre el gruit, pero las ciudades hanséaticas del norte de Alemania, que empezaron a elaborar cerveza utilizando lúpulo, eran tan poderosas comercialmente, que se incluso comenzaron a exportar esta cerveza a territorios más al sur.
El éxito de la nueva cerveza, más ligera y más limpia, gracias al uso del lúpulo hizo que desapareciera la utilización del gruit. La consecuencia lógica de ello fue la paralela desaparición del impuesto aplicado sobre el gruit, lo que llevó a la aparición de un nuevo impuesto especial en la producción de la cerveza. Como podemos comprobar los monjes marcaban la pauta en el terreno de la producción cervecera, primero con la introducción del gruit y después del lúpulo. Su peso en materia de elaboración ha ido perdiendo relevancia por lógica con el paso del tiempo, pero aún hoy en día permanece parte de su influencia.
Tal y como comentaba anteriormente su principal legado son las denominadas cervezas de abadía, y dentro de estas especialmente las trapenses.
La tradición de las excelentes cervezas belgas que muchos conocemos, no sería la misma de no ser por estas cervezas denominadas trapistas (si usamos el extranjerismo) o trapenses, que son aquellas elaboradas en los monasterios cistercienses de la orden de la trapa bajo unas excepcionales normas de calidad, que aumentan su acumulado prestigio gracias al hecho de que sólo reciben esta denominación seis cervezas belgas y una holandesa, cumpliendo con una serie de principios necesarios para la obtención del sello de producto trapista.
Afortunadamente hoy en día podemos seguir disfrutando de auténticas joyas como una Rochefort 10, o una Westmalle Tripel, o una Chimay Grand Reserve, o quizás una Orval, que esperemos que se sigan produciendo durante muchos años. Otros fabricantes de carácter laico, simplemente han comprado o reproducido o incluso mejorado las recetas de estas cervezas, dando lugar a algunas otras maravillas perpetuando las cervezas de abadía como un género (con sus variantes doble, triple, cuádruple) en sí mismo.
Como podemos comprobar, en todo momento la comunidad monástica ha tenido mucho que decir en el terreno de la elaboración cervecera y todos los que amamos la cerveza debemos mucho al trabajo de estos hombres que durante siglos han amado igualmente esta maravillosa bebida, haciendo posible que la cerveza haya ido alcanzando el status que mantiene hoy día. Salud!
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